lunes, 25 de junio de 2007

Y por fin la noche (Relato breve)


La tarde pasó en un suspiro.
Y por fin llegó la noche.

La habitación desprendía ese aroma que ella ya sería capaz de reconocer en cualquier lugar del mundo, en cualquier circunstancia. Esa fragancia que una leve brisa le había regalado durante una de las primeras salidas, cuando al abrirle la puerta del coche, un aroma mareante, su aroma, le había hecho estremecer levemente.

Le soltó la mano y desapareció en la oscuridad de la habitación. Ella se sintió repentinamente sola, perdida. No le había soltado la mano en todo el tiempo en que habían permanecido juntos esa tarde, y ahora, al dejar de sentir el contacto de su piel cálida, un desagradable escalofrío le había recorrido la espalda. La sensación de inseguridad tantas veces vivida volvió a florecer avivando sus dudas. ¿Estaba haciendo lo correcto? Es decir ¿estaba a punto de hacerlo? O por el contrario debería continuar haciendo caso a la voz de su manipulada conciencia, a esos esquemas tan profundamente arraigados desde la misma infancia, en los que el camino del bien y del mal estaban tan perfectamente delimitados.

Sin darse cuenta, sumida en tan complejos dilemas, él se había acercado y de nuevo le cogía con delicadeza una mano, después la otra. Había levantado la persiana de la ventana, y la anaranjada luz de la calle inundaba con su tenue resplandor el dormitorio. Tampoco podría describir los detalles que conformaban aquella estancia, pues su corazón pareció detenerse al levantar su mirada y encontrar aquellos ojos que la miraban con tal dulzura.

Sin soltar sus manos, le rodeó la cintura por detrás y la acercó suavemente contra él. Jamás había experimentado antes aquella sensación de proximidad tan intensa estando a su lado. Pudo sentir hasta las más recónditas formas de su cuerpo varonil y sensual a la vez… y se sintió perdida.

Aquel mirarse desde lo más profundo de sus corazones duró una eternidad que concluyó cuando los labios de él bajaron hasta su boca y la llenó con un beso prolongado y extraordinariamente sentido. Era si como con ese gesto tan lleno de dulzura le hiciera saber la inmensidad de su amor, tan antiguo como su propia razón.

Fue ese primer beso lo que acabó por derribar las escasas resistencias que ella deseaba oponer. Se sintió repentinamente liberada de tan pesadas cargas impuestas a pesar de su voluntad, y no tuvo que decidir ni siquiera el dejarse llevar por aquel ardor que la desbordaba por momentos. Ya estaba entregada.
Le besó con su misma vehemencia y sus lenguas se fundieron en un solo fuego de pasión. Un calor insoportable los envolvió mientras las manos decididas del hombre comenzaban a recorrer su frágil cuerpo. La besó suavemente en el cuello, lo dibujó con su lengua cálida mientras le acariciaba, aún con gran delicadeza, como con miedo, los pechos. Ella gimió levemente, con los ojos cerrados, con su boca carnosa y bien dibujada entreabierta. El fuego ya ardía en sus vientres.
Él continuó su viaje sensual besando y acariciando con su ávida lengua, cada vez más húmeda, los pechos aún bien conservados y generosos de ella, entreteniéndose en los pezones turgentes y dulces como la miel, provocándole un verdadero mareo de placer.
Ella tan sólo era capaz de enredar sus dedos en su corto pelo, crispándolo y apretando su cabeza contra el motivo de tan insoportable placer. Sus pechos le ardían mientras él los mordisqueaba y los estrujaba entre sus inquietas manos. Se sentía ya al borde del éxtasis.

Cuando por fin pudo abrir los ojos un instante, él la estaba mirando, de nuevo con aquella mirada dulce, inocente, casi infantil. Le devolvió la sonrisa, más tímida si cabe. Era inevitable. Volvió a besarla en la boca, llenándola con su lengua ardiente y comenzó a desvestirla. No tenía prisa, lo hizo pausadamente, disfrutando de cada segundo, cada movimiento, cada roce de sus dedos con sus prendas intimas, con su piel. Desabrochó su blusa y la apartó con ambas manos envolviendo, una vez más sus pechos para besarlos incansable. Ella se dejaba hacer.

Pasó las manos por su espalda y acertó a encontrar el broche del sujetador, pero no conseguía vencerlo, así que ella le echó una mano mientras le sonreía con un gesto de dulce complicidad. Por fin le bajó los tirantes y tiró de la prenda hasta dejarla caer al suelo. Se quedó un instante mirando extasiado aquel cuerpo de mujer que conseguía arrebatarle los sentidos. Ella se quejaba de tener el pecho algo caído ya, a él le parecía el más maravilloso regalo de la naturaleza. “No me mires así” le dijo ella una vez más tapándose con las manos. Él solo las besó y continuó despojándola del resto de sus ropas.
Le bajó la cremallera lateral de la falda larga y tiró de ella acompañándola hasta el suelo. Después acercó el rostro a su sexo, aún cubierto por unas finas braguitas blancas, y aspiró su aroma sexual. Ahora creyó marearse levemente él. Acercó su boca y la besó en el pubis, después la mordió con delicadeza. Y por fin, le bajó, muy despacio las bragas y hundió su nariz, su boca en su sexo.
Ella continuaba de pie, creyéndose morir, con las manos en su cabeza, casi apoyándose en él, pues las piernas comenzaban a flaquearle.

Ahora fue él quien habló. “¿No vas a quitarme la ropa? Y ella le contestó con una mirada inmensa, un verdadero estallido de serenidad, como diría él más tarde. Y comenzó a despojarle de su ropa. Primero fue la camiseta ceñida, que se resistió bastante a salir por su cabeza. Hubieron risas. Después desabotonó su pantalón (aquí ya algo más nerviosa) y se lo bajó. Y entonces repitió los mismos movimientos antes dedicados a ella. Acercó tímidamente su cara al slip ajustado bajo el cual se ofrecía un verdadero y excitante espectáculo para sus sentidos. La erección más grandiosa que jamás hubiera imaginado. Para ella el tamaño de aquel miembro, aún oculto a sus ojos, era tan descomunal que incluso llegó a asustarse pensando en lo que fuera a ser capaz de motivar.
Aún así, y sintiendo su mirada clavada en ella, se atrevió a besar primero aquella grandiosidad, y seguidamente a dedicarle un pequeño mordisquito.
Y por fin, y tras coger aire disimuladamente, bajó la prenda a punto de ser reventada y el enorme pene quedó erguido, en actitud desafiante ante ella, que lo observó sintiendo la creciente excitación que le producía en sus entrañas su sola visión.
Él sonrió, ella también. Se puso de pie y le abrazó, sintiendo la presión, casi dolorosa, de su miembro erecto en su estómago.
“Ven”, le dijo él tan solo, y la hizo sentarse en el borde de la cama. Le separó delicadamente las piernas mientras la miraba directamente a los ojos, y seguidamente comenzó a besar con dulzura sus rodillas. Ella le miraba hacer, con una mezcla de cariño, por su delicadeza, y de pasión creciente por una muestra de respeto y amor tan evidente. Apoyó la espalda en la cama, pues no podía soportar tanto placer cuando él fue acercando su boca, su lengua a su sexo. Volvió a gemir, esta vez larga y sentidamente cuando él comenzó a bucear decididamente entre sus piernas. La boca se le había secado y empezaba a faltarle el aire, así como el fuego le quemaba las entrañas, desgarrándole el corazón en mil pedazos. Se le hacía insoportable tanto placer y trató de apretar sus muslos para hacerle desistir, pero aquel hombre ya estaba fuera de sí. Pudo escuchar claramente sus jadeos.
“Por favor…”, consiguió articular, suplicar. Pero lejos de permitirle respirar, comenzó a surcar con su lengua infinita de suaves besos su vientre, se detuvo en el ombligo –cosa que casi le llegó a provocar un desmayo– y siguió hasta llegar a aquellos pechos que le volvían loco. De nuevo atormentó sus pezones succionando de ellos como si tratara de beber de la fuente de su alma. Jugueteó con su caliente lengua en las sonrosadas aréolas y prosiguió su incansable viaje de placer hasta su boca ávida de sus besos, de su lengua, de su sexo.

Se produjo entonces un instante mágico, eterno, en el que con la mirada ambos fundieron sus corazones, su alma por toda la eternidad. Unas lágrimas de felicidad inundaron los ojos de la mujer al sentir a su alborozado corazón regalándole tan hermosos sentimientos. Y en aquella vorágine de sensaciones los dos unieron sus cuerpos desnudos como sus almas, haciendo de aquel instante efímero, el momento más feliz de sus vidas.



3 comentarios:

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